José Martínez Hernández. Día Internacional del Flamenco 2024
«De todas las músicas y cantos de raíz popular que hoy tenemos en Europa el Flamenco es, sin duda, el más original y primitivo, el más cercano a la primera lágrima y a la primera risa, al primer alarido estremecedor que nos hizo humanos y nos distanció de la naturaleza»
Desde el amanecer del tiempo y de la conciencia, en el albor de la historia, los seres humanos se juntaron para cazar, alimentarse, protegerse unos a otros, cantar y danzar. Y la música nació como la primera necesidad espiritual y no impuesta por la supervivencia, como la celebración gratuita y espontánea del mero hecho de estar vivos y juntos. Juntos para reír y juntos para llorar. En ese principio la música fue grito, emoción pura, semilla de la palabra, de la metáfora y del concepto, aurora del lenguaje. Siempre que la música es fiel a su origen, siempre que es auténtica, se convierte en evocación del grito y se acerca a él, porque ese clamor ha brotado del ser humano desde que habita sobre la tierra, le ha acompañado en el dolor y la alegría, en la caza y en la guerra, en el amor y en la muerte, en el terror y en la fiesta. Es en esta última, en la fiesta, donde el grito se hizo canto y rito, donde se convirtió en voz de la comunidad de los que ríen y lloran. El canto es, así, en su acepción más primitiva, grito que convoca, une y hermana, expresión desnuda de los afectos, lenguaje del corazón. Por eso la música es la forma de comunicación más inmediata, universal y profunda, la verdadera lingua franca de todos y para todos que no excluye a nadie.
La música universal tiene en el grito, desarrollado en variaciones infinitas de ritmo y melodía, su primitiva cuna, su sonido mágico primordial y es en las tradiciones populares donde esta filiación ha permanecido más viva, fresca y evidente, porque se ha conservado y transmitido de forma oral y directa. De todas las músicas y cantos de raíz popular que hoy tenemos en Europa el Flamenco es, sin duda, el más original y primitivo, el más cercano a la primera lágrima y a la primera risa, al primer alarido estremecedor que nos hizo humanos y nos distanció de la naturaleza. Pero el grito fundacional de toda música adquirió en el cante flamenco una modulación singular, se hizo eco de la desgracia y del desamparo, se convirtió en protesta de los desheredados que vivían al margen de la historia y olvidados por ella. Por eso, esta música expresa una condición humana menesterosa, arrebatada, pasional y doliente, rebelde, nómada y bohemia, antiburguesa, a la vez culta y analfabeta, desesperada y esperanzada. El Flamenco ha nacido de la humillación y de la marginación, ha sido tradicionalmente la voz de los parias, de los que gritan con rabia, de los perdedores que no protagonizan, sino que sufren la historia. Es una música nacida de la pobreza, creada casi en estado de supervivencia por los hijos de las sombras y habitantes de los lugares oscuros: los barrios pobres, las cuevas, las cárceles, las minas y los prostíbulos. Es el maravilloso e increíble legado que dejó toda una élite espiritual de seres maltratados por la vida que no tenían ni dónde caerse muertos, la herencia de una voz marginal, patética, intempestiva, natural, popular y mestiza.
El Flamenco es una música mestiza porque es el crisol donde se fundieron los sonidos y las voces diferentes que convivieron durante siglos en España, un almirez donde se juntaron y mezclaron para siempre, entre otros, cristianos, musulmanes y judíos, Hispania, Al-Ándalus y Sefarad. Si acercamos con atención el oído a ese almirez escucharemos como un rumor lejano las plegarias coránicas cantadas por el almuecín, pasajes de salmodias hebreas y bizantinas, ecos de ragas del Indostán o romances cristianos y moriscos. Sentiremos melodías de nubas, moaxahas, zéjeles y villancicos, veremos la impronta de zambras, leilas y zarabandas en el baile y del laúd de Ziryab en la guitarra y descubriremos que el Flamenco es un mar inmenso con muchos afluentes y sin ningún propietario. No hay quien lo haya creado de la nada, ni quien lo domine en su totalidad, ni quien posea en exclusiva la llave que permite el acceso a su corazón. Esta música es más grande que cualquiera de sus intérpretes y más profunda que el mejor de sus amantes. El Flamenco ha superado cualquier localismo o particularismo y ha devenido un arte universal, con capacidad para dirigirse por igual a todos los seres humanos. Así pues, nada tan ridículo como querer recluir el espíritu inasible de esta música en un sólo lugar o en un reducido grupo de personas. Nada tan obtuso como pretender que este arte con alma rebelde pase por el registro de la propiedad y sea sólo de origen árabe, judío, cristiano, payo o gitano. Quien ama el Flamenco sabe que ese afecto nos exige humildad, nos obliga a saber que su duende sopla cuando quiere y donde quiere, siempre anhelado y siempre inesperado, como una lección permanente de que su genio es libre y no tiene dueño.
El Flamenco es la expresión musical más genuina de la cultura andaluza, una cultura que es el resultado de la mezcla de muchas otras: la fenicia, la griega, la cartaginesa, la romana, la árabe, la judía, la cristiana, etc. Por ello, es también una síntesis de muy variadas aportaciones, tales como la influencia oriental, los romances populares y los fandangos del sur, la genialidad expresiva del pueblo gitano y la impronta rítmica y melódica de la música afrocubana. Andalucía es la casa natal del Flamenco, porque es el lugar donde se produjo la fusión entre las diversas tradiciones culturales y musicales que dieron lugar a su nacimiento y no fueron sólo moriscos o judíos, musulmanes o cristianos, payos o gitanos, sino andaluces todos, pobres y marginados, los que lo crearon.
Y lo que crearon con su genio colectivo es una música culta. Culta pero no refinada, sino primitiva, no letrada, sino analfabeta, no escrita, sino oral. Culta por su profunda sensibilidad, por su poesía arrebatadora, por su fidelidad a los sentimientos primigenios, por su respeto a la memoria, por su sentir trágico de la vida, por su sabiduría emocional y su carácter hondamente popular. Culta porque, en su expresión más auténtica, niega la sensiblería cursi, es enemiga de la poesía hueca, retórica y fría y repudia la razón sin emoción, haciendo imposible el olvido de nuestras raíces, de nuestra pertenencia a la tierra, y rechazando la idea de un saber que sea ajeno a la pasión. Y lo que crearon es, también, un rito y una fiesta, una celebración mágica y comunitaria. Se suelen utilizar palabras como reunión o juerga para nombrar el ámbito apropiado para el Flamenco; sin embargo, la más adecuada es fiesta, aunque, al no hacer en este caso un uso convencional del término, es necesario precisar su significado. En este uso, fiesta no equivale a diversión o entretenimiento banal, ni siquiera alegría en lo que ésta pueda tener de sentimiento superficial, sino que tiene un sentido muy diferente y contrario, mucho más originario y antiguo que nos remite a la escena primitiva de la que hablé al comienzo. A pesar de que en el mismo Flamenco se use el término fiesta para aludir a cantes alegres, de bulla y diversión, no me refiero a este significado particular y restringido. Aludo a otro, más profundo, según el cual la fiesta es tiempo para la metamorfosis y la embriaguez producidas por el arte, espacio sagrado que propicia la intensidad de las emociones, ámbito adecuado para revelar una verdad reprimida y silenciada. Fiesta significa aquí celebración y conmemoración, ceremonia y rito y, sobre todo, desahogo, purgación y liberación: catarsis. En primer lugar, liberación y negación del tiempo cotidiano para buscar otra experiencia de la realidad más intensa y llena de vida. En segundo lugar, liberación de lo social en cuanto convención, mentira y artificio. En tercer lugar, liberación de la individualidad para constituirse en comunidad, olvido de un yo superficial para recuperar otro yo más profundo, un yo pasional, anónimo y colectivo que no está construido como acotada identidad, sino como libre e infinita fraternidad de los sentimientos.
La fiesta del Flamenco es el rito por el que una comunidad humana expresa la experiencia trágica de la vida y se consuela de ella, provoca esa experiencia y nos libera de su angustia. Estar en la fiesta es transformarse, volverse otro, expresar y sentir lo que en nosotros está callado y ahogado, romper el cerco de la identidad, unir lo que está habitualmente separado, mezclar los contrarios. Es también sentirse ligero, descargar un peso, aliviarse, contar las penas, confesarse, desnudarse, purgar y sanar el alma, decir lo no dicho, decir nuestra verdad, apartar lo social en cuanto convención que nos une artificiosamente como ciudadanos y nos separa como humanos. Es además, por todo lo anterior, sentirse cercano a los otros, estrechar lazos de hermandad, dejar de ser individuo para ser comunidad, pero no cerrada, cerril o intransigente, sino abierta e infinita, fundada en la universalidad de nuestra condición terrenal y pasional.
La verdadera fiesta flamenca es el círculo mágico en el que se produce una transfiguración del yo y del mundo, pero no más allá, sino dentro del mundo. Y dentro de ese círculo se canta la vida como un paseo apasionado por el amor y la muerte. Si un cantaor flamenco es jondo y busca la honda verdad de su arte se halla en un empeño que, como todos los que merecen la pena, no es nada fácil de cumplir. Busca expresar con su voz, aunque no sea consciente de ello, la realidad oculta y silenciada que habita en nuestras entrañas. Ahonda a ciegas en el oscuro laberinto de su duelo, que es el duelo de todos, pero no por un afán nihilista o desesperado, ya que el Flamenco nace de un exceso de vitalidad y no de una mengua de la misma, sino porque su corazón aspira, en un anhelo desgarrado, a la piedad de los dioses y a la compasiva fraternidad de los humanos.
Cuando un cantaor nos convoca al círculo mágico del Flamenco hay detrás de él un coro invisible de ancestros que perviven a través de su voz: cristianos, musulmanes, judíos o gitanos; andaluces, murcianos o extremeños; campesinos, herreros o mineros… y demás gentes de duro vivir. Todos ellos se sientan con nosotros al calor y al amparo de la música. Aquí cabe todo el mundo y nadie es más que nadie. Se olvidan las viejas disputas por tierras, dioses y leyes. Cesan algaradas, razias, persecuciones, expulsiones y juicios de pureza de sangre. Comen, beben y ríen, tañen laúdes y guitarras, cantan, bailan y juntos se cuentan sus penas y alegrías, juntos bendicen la vida y maldicen la muerte, juntos como una lágrima.