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José Martínez Hernández

“Pero, ¿esto qué es?”, exclamaba mi amiga Carmen, sorprendida y emocionada, después de la actuación de Pastora Galván de los Reyes el pasado sábado, 13 de diciembre, en nuestra Peña Flamenca Antonio Piñana de Cartagena. Sobrada razón tenía, porque al baile de la trianera, por seguiriya y por soleá, casi , era difícil ponerle nombre, pues estaba tocado por la varita mágica del duende y de la gracia a partes iguales y nos dejó a todos los presentes boquiabiertos, perplejos y embriagados de pena y alegría, con un maravilloso y misterioso pesar en el pecho. Ese baile jondo y sin palabras, -yo intentaré ponérselas aquí con mucho tiento-, no es moneda corriente, sino riqueza que se derrama por sorpresa y sin porqué. No viene de ninguna academia ni salón lujoso y distinguido, no está preparado o ensayado, ni tiene coreografía; viene de los humildes patios de vecinos y de la Cava de los gitanos de Triana, es espontáneo, natural, furioso, descarado y libre. No es delicado, sublimado y angelical, ni mira hacia el cielo; es una fuerza carnal y terrenal, una furia apasionada y sensual, una danza de fuego de alguien que se asoma al pozo sin fondo de las entrañas y regresa de allí con una sonrisa trémula y transfigurada, como quien ha visto el terrible secreto de la vida y vuelve para contarlo con el lenguaje del cuerpo. Ese baile – ¡de alguna forma hay que llamarlo!-  tampoco es hijo de la lira y del néctar de Apolo, sino de la flauta y del vino de Dionisos, porque no es arte pensado y fabricado para deleitarse en el encanto de lo bello, sino vida verdadera, trágica y gozosa, en ardiente movimiento.

En verdad, lo del sábado no fue una actuación, sino una “posesión”, una fiesta ancestral y primitiva, un ritual en el que Pastora -¡qué nombre más acertado y más flamenco!- hizo de médium para llevarnos a un mundo otro, a un sueño real e intenso del que nos costó trabajo despertar. Fueron sus cómplices magistrales y perfectos David El Galli y Miguel Rosendo al cante, flamencos como ellos solos, y Paco Iglesias, sutil, sensible y exacto al toque. Entre los cuatro compusieron un cuadro sonoro y visual que nos dejó el cuerpo descompuesto. 

Querida Carmen, -no sé si mis palabras servirán de respuesta a tu acertada e inquietante pregunta- lo que vivimos el sábado, el baile sin nombre de Pastora, fue flamenco jondo, el de verdad, el que no alegra o entristece, sino que duele y deja en el pecho el rumor y el peso de una pena a la vez triste y alegre, una pena tan mala, que yo no quisiera que se me quitara.